segunda-feira, 10 de novembro de 2008

O amor derradeiro

Este xa ten un par de anos. Andaba por aquí esquecido nalgunha carpeta do ordenador. Creo que antes era en galego. Non me pregunten cando se transformou, porque non me lembro. Ós que lles gusta o que escribo non lles gusta. Para min, é o meu favorito. Raro.


o el último amor

 

 

... At twenty I tried to die
And get back, back, back to you.
I thought even the bones would do.

 

-Sylvia Plath, “Daddy”.

 

 

Natalia se levanta de la cama por enésima vez. Se queda sentada en ella, las mantas por la cintura, las manos apoyadas en el colchón. Hace un amago de colocar los pies en el suelo, pero luego parece pensarlo otra vez y vuelve a su posición original, tumbada, cubierta, con los ojos cerrados.

Natalia no quiere levantarse porque hoy es martes y los martes son unos días poco agradecidos. Nada la espera fuera, se dice. Nadie se dará cuenta, si se queda.

Suena el despertador, y Natalia levanta el brazo, coge el despertador, lo estampa contra la pared.

Con toda la rabia que lleva dentro, Natalia vuelve a quedarse dormida.

 

 

*

 

 

>> No tengo muchas ganas de explicarte lo que pasa. Para qué. Me siento gilipollas todo el tiempo. No te rías. Estoy hablando completamente en serio. Creo que te dará la risa, esa risa de complacido burgués. Piensas que no soy más que una de esas muchachas desencantadas, oh, sí, puedo oírte diciéndolo, afectados y afectadas todos de un síndrome de ego vencido, de derrota total antes de haber intentado nada. Pero no es eso. Yo estaré jodida toda la vida como estoy jodida ahora, papá. Tú bien que lo sabes. Aunque nunca quisieras escuchar. ¿Me escuchas? ¿Me escuchas ahora que me lees? Pienso que seguramente la única forma de comunicarme contigo son estas cartas, estas cartas inservibles que te escribo en las clases de dermo y pediatría. Tú sabrás por qué lo hiciste. Tú sabrás por qué me mandaste tan lejos de vosotros. Supongo que no podíais soportar mi presencia. Supongo. Porque de todos modos yo pienso que siempre fui buena, que siempre acaté vuestras órdenes, y además nunca me metí una raya, ni fumé un porro, ni me tomé una pastilla –incluso cuando mis colegas se metían conmigo por ser asquerosamente mojigata-. Fui todo lo que querías que fuese. ¿O no?¿ Y tú dijiste un día: ¡Pamplona, medicina! Y yo dije: ¡Sí, señor! Pero nunca es suficiente, ¿no?

 

Deberías ver esta ciudad en invierno, papá: los automóviles no hacen ruido y a veces creo que oigo lejanos lamentos de gaviotas.<<

 

 

*

 

 

Entonces Natalia llega a la facultad tarde, casi a la hora de comer. Apura un Chester en la entrada y lo tira al suelo. Abre un poco la cazadora, aprieta la carpeta contra el pecho y sube a zancadas hasta la segunda planta, donde su clase de microbiología ha comenzado hace quince minutos. Entra en el aula, donde ochenta alumnos medio dormidos atienden la clase, apenas unos pocos reparan en ella. El profesor lleva micro y está comentando diapositivas. Natalia se sienta al final, toma apuntes, mira por la ventana. No habla con nadie, nadie le pregunta nada. De repente, Natalia se da cuenta de una cosa: hoy es martes... ¡Martes de carnaval! Si estuviera en casa, sería día de fiesta y por la noche estaría todo el mundo disfrazado. El miércoles de ceniza también sería festivo, o nadie trabajaría para dormir la mona, y el viernes sacarían al Ravachol por la ciudad y toda la gente iría vestida de luto. En ese momento, el micro del profesor se acopla, se oye un sonido electrónico desagradable. Natalia vuelve a la clase:...en la fase uno, los monosacáridos que luego van a constituir la unidad disacarídica repetitiva del esqueleto del peptidoglucano se activan al unirse a uridín difosfato...

En realidad, puede que nunca le gustase el carnaval.

 

 

*

 

 

>> Es mala el agua de aquí, me hace bastante daño en la piel. La abuela decía que para curarme la piel lo que tenía que hacer era bañarme en el mar todo el verano. Fuimos a la playa cuando era pequeña, pero cumplí los diez años y dejaste de llevarme. Quería sacarme el carné de conducir tan pronto como cumpliera los dieciocho precisamente para poder ir a todos esos sitios a los que no me llevaste, o a los que dejaste de llevarme. Pero todavía no saliera de los diecisiete cuando ya estaba en la Uni haciendo la matrícula. Mierda, cómo me pica la piel. Me paso el día rascándome. Tengo que pedir algo en la farmacia o voy a terminar por arrancarme la carne. Estaría bien eso, tiene gracia, estaría bien.

Ya quedan pocos exámenes. Menos mal. El viernes tengo que salir de fiesta con todas estas amigas pijas que tengo aquí. Pobrecillas. No hay donde escoger. Son como yo.<<

 

 

*

 

 

Dan las tres y la clase termina y Natalia baja corriendo las escaleras hasta el comedor de la facultad porque el hambre ya empieza a hacerle daño, casi. Mira el menú, todo le hace poca gracia, pero no importa, tiene hambre. Pedirá un bocata de lomo, si hace falta. Eso, un bocata, una cocacola, luego un café y a pasar la tarde. Irá a estudiar a la biblioteca, probablemente. O podría meterse en algún cine y esperar a que den las nueve para volver a la residencia, cenar, leer tonterías en internet hasta las tantas y luego dormir hasta el mediodía, perder clase, llegar a la facultad sin sombra ni voluntad. Hace un frío de cojones, mejor meterse en algún sitio calentito.

Mientras apura el café echa una ojeada a los apuntes atrasados que necesitan ser ordenados. Las fechas y las asignaturas están mezcladas, qué desastre. Le pica la piel. Reprime las ganas de rascarse. Medita si pedir otro café. Aún se siente un poco adormilada. En ese momento se acerca a ella un chico alto, rubio, con aspecto nórdico. Le suena su cara de algo pero no es capaz de situarlo exactamente.

-Medic? –dice él.

-You could say so –responde ella.

El chico sonríe, como aliviado. Sin preguntar nada, se sienta a la mesa de Natalia y se presenta a la manera anglosajona diciendo su nombre –Andrew- y extendiendo la mano para ofrecer un apretón torpe e impersonal. Natalia responde educada y apacible, sin sentir la necesidad de adoptar una postura de indiferencia concreta. Hablan en inglés. Andrew le explica a Natalia que es de Manchester, estudiante de Erasmus, que lleva apenas un mes en Pamplona y que no conoce a nadie que hable un inglés más o menos aceptable y que todavía no se defiende con el español, por lo que sólo tiene amigos guiris como él. Está en medicina, en la clase de Natalia, y hoy por la mañana la vio entrar tarde en microbiología y le causó cierta curiosidad porque era una de las pocas compañeras que todavía no conocía. Natalia dice que eso es normal, que en clases de cien personas es prácticamente imposible conocerse todos. Andrew le pregunta cosas de la carrera, que si le gusta micro, que tal lleva psiquiatría, en qué le gustaría especializarse... Después le pregunta si quiere otro café: Natalia acepta, por qué no, ya estaba pensando en ir a por uno cuando él apareció. Andrew va a por los cafés para los dos, pide en la barra, coge las dos tazas con cuidado, por los platitos. Natalia lo observa acercarse desde su mesa y la imagen le provoca de repente una rara ternura: un grandullón rubio mirando con terror las dos tazas, temiendo derramar una gota, intentando acercarse a aquella mesa apartada que además tenía un recorrido lleno de obstáculos ya que la cafetería rebosaba a aquellas horas. Andrew llega por fin a la mesa, desposita las tazas. Las dos tienen los platitos encharcados y los sobres de azúcar están mojados. Andrew se pone colorado. Murmura un I’m sorry sincero. Natalia niega con la cabeza: don’t you worry, it happens all the time.

Andrew le pregunta dónde aprendió inglés. Natalia se encoge de hombros, dice que pasó en Irlanda un verano pero que no aprendió nada. Andrew ríe: ¡normal, en Irlanda! Natalia le dice que más bien le dio por leer y aprender por su cuenta: ver pelis en versión original, informarse un poco... Andrew aprecia su depurado acento y su riqueza de vocabulario, dice que ojalá él también pudiera ser bilingüe... Natalia le dice que ella es trilingüe, más bien. Andrew se queda sorprendido. Natalia le habla del gallego, que es su lengua materna, en realidad. Natalia le dice de dónde es. La palabra fascina a Andrew, que no acierta a decirla bien. Natalia improvisa una clase de dicción, le dice cómo tiene que poner la lengua.

-¿Guilisia? –acierta a decir la torpe boquita guiri de Andrew.

-Ga, ga... –le enseña Natalia-. Gaaaa-liiiii-zzzzzziiii-aaaaa.

-Galicia –dice por fin él.

-Galicia –sonríe ella.

 

 

*

 

 

            >> Pasan los días pero nunca terminan de pasar. El invierno parece que no se da ido. Se me está haciendo eterno. Además aquí el frío es inhumano. Las calles están nevadas, de ayer por la noche, es bonito pero creo que no compensa sentir tanto frío porque voy por la calle embotellada en abrigo, gorro, bufanda y guantes, y aún así no hay forma de evitar que los huesos se me conviertan en agujas, pinchando por dentro, haciéndome el día imposible. Por eso me quedo en la cama la mayor parte de los días, a ver si pasa este mal tiempo de mierda y por fin puedo convertirme en una persona. Aunque tampoco sé si compensa. En las prácticas del hospital estoy bien, a eso sí que voy casi siempre, porque me lo paso bien, y se aprende de verdad. Además son por las tardes y por las tardes tiendo a estar ya medio despierta. Las cosas son diferentes entonces. Me siento útil, aunque no me dejen hacer nada, claro. Siempre me tocan los doctores viejos, intolerantes, machistas, racistas... Vamos, médicos de los de toda la vida. Me lo paso en grande con ellos. El otro día había un chico con VIH en Medicina Interna y mi querido doctor De Arístegui me dio una auténtica charla sobre la inmoralidad de la comunidad homosexual y la ignorancia total que la juventud de hoy en día tenía sobre el sexo, que se creían que con tal de tener condones se podía hacer cualquier cosa, qué bárbaros: Cuando la cosa sólo era para hacer los niños, señorita, estábamos mucho mejor. Y es más, en confianza le digo que yo nunca he usado una porquería de esas y mi mujer y yo jamás en la vida hemos tenido problemas. Hay que ir a favor de la naturaleza, eso es lo que yo digo, es la mejor medicina.

A favor de la naturaleza, papá. Eso dicen. Interrumpimos el curso de los ríos, deforestamos el planeta, contaminamos el aire y borramos las estrellas de los cielos de las ciudades, pero aún así, hay que ir a favor de la naturaleza. En fin, es inservible pararse a pensar en eso. Las cosas son distintas ahora, consustancialmente distintas, papá. Pienso poco en vosotros. Poco. Creo que pronto volveré a ir a clase por las mañanas... Andrew me pasa los apuntes. Fotocopiados de las fotocopias de las fotocopias de alguna otra persona, pero por lo menos tengo lo que me hace falta. Es curioso lo que me ocurre con Andrew. Pienso que debería sentir repulsión, pero estoy incomprensiblemente atraída por él. Un poco lo que me pasa contigo, papá. <<

 

 

*

 

 

            En el pasillo de una casa inmensa que apenas conoce, Natalia se aferra a un vaso de JB mientras con la otra mano intenta sostenerse contra la pared. Pasa mucha gente a su lado, hay parejas sobándose en las esquinas oscuras y la música que pega a todo trapo llega difusa e incoherente a los oídos de Natalia. Le gustaría saber exactamente en qué lugar de la casa se encuentra, pero cuando intenta mirar a su alrededor sólo ve unha serie de luces inidentificables, así que, por ahora, prefiere estarse quietecita, agarrada a la pared y al JB, y rezar porque se le pasa el mareo sin tener que vomitar. Cierra los ojos, respira profundamente, escucha con atención la mezcla de sonidos de música de baile, murmullos de gente, labios que se encuentran, melodía de vasos, botellas, líquidos en movimiento... Podría quedarse dormida de pie, abrazada por todos estos sonidos que lejos de hacerla despertar la sumergen lentamente en una nube atemporal, cálida, ligera ahora que el malestar comienza a disiparse. Natalia se desliza poco a poco hacia una tranquilidad demasiado fuerte, sin darse cuenta de que está a punto de dar con la cara en el suelo. Pero entonces una mano le aprieta con fuerza el brazo, siente un empujón en los hombros, su cabeza choca brutalmente contra la pared. Abre los ojos, ignora el dolor: ve el rostro consternado de Andrew, sus pequeños ojos azules como preocupados, preguntándole algo, algo que parece urgente, importante. Natalia no oye, y no le hace falta. Agarra la cabeza de Andrew por los cortos cabellos rubios y se echa sobre sus labios rosados y secos, que moja con rapidez con los suyos y golpea con dientes, lengua, piel. Él se queda congelado. Ella se separa. Se miran. Andrew levanta una mano, toca apenas los labios que le acaban de rozar, como si quisiera comprobar que efectivamente están ahí, que son reales. Ahora se lanzan los dos por igual, las lenguas luchas en las bocas, que son una. Natalia sube una pierna que abraza las de él, y Andrew baja las manos al culo inquieto, la aprieta contra la pared, nota ella la dureza suave de él contra sus muslos y sabe que esta noche lo va a tener dentro. Se siente arrebatada, conquistada, colonizada, y sin embargo, paradójicamente libre. Quiere ser tocada en todas partes, parece que no hay suficiente piel ni suficientes manos.

            Esta vez es Andrew el que rompe el hechizo. Murmura algo en la oreja de ella. Natalia ríe a carcajadas de pura euforia. Andrew desaparece entonces, y Natalia se desliza por ese largo pasillo que ya no le parece tan difuso, buscando una puerta. La encuentra, la abre, da con una habitación con cama de matrimonio que está cubierta de abrigos y bolsos. Se acerca a la cama y con las dos manos comienza a tirar todo lo que hay encima. Luego se tumba, empieza a reír, todo comienza a darle vueltas otra vez pero por una razón distinta al JB, que ha quedado olvidado en el suelo del pasillo, dispuesto a ser derramado por el pie de alguna persona con las capacidades motrices afectadas.

            Aparece Andrew en la puerta. Tiene la sonrisa de un niño nervioso encerrado en el cuerpo de un hombre. Se acerca a ella. Se miran callados, ya no hay risas. Vuelve un abrazo que provoca pequeños remolinos eléctricos en la espina dorsal de Natalia, vuelan las ropas, ruedan los lenguas, rematan las manos. Ella no le dice a él que es el primero, no quiere dar explicaciones aunque sabe que no serían pedidas, veintidós años sin tener interés nunca, pero no hay necesidad de hablar, él ya sabe todo, todo aquello que tiene que saber. Las pieles desnudas se encuentran con frío, luego calor creciente, la habitación se convierte en un horno. Humedad otoñal. A Natalia la piel de Andrew le huele a hierba mojada, hojarasca. Cada vez que siente los dedos de él le nace una nota musical desde el fondo de la garganta. Después siente los sabores mezclándose para crear recetas deliciosas, el mundo gira, la casa se detiene. Una mirada sirve para que Andrew eche mano de lo que fue a buscar hace unos minutos. Abre el envoltorio de plástico con los dientes y coloca la goma con cuidado sobre la cresta de su deseo. Ready?, pregunta él. Y Natalia sabe que nunca ha estado más preparada para algo en su vida. Al principio nota una expansión hiriente dentro de ella, entierra las uñas en la espalda de él, reprime un grito de puro dolor, cierra los ojos para soportarlo. Él va despacio, porque lo sabe, y después de unos minutos intensos de sangre bombardeando en su cabeza, Natalia se siente colmada, indolora ya, en la punta de una ola que va subiendo poco a poco, poco a poco, y luego baja, y sube otra vez, y la deja varada en la cala de una playa. Natalia siente una explosión controlada dentro de ella, y la voz serpenteante de Andrew reza un mantra divino: I love you, I love you, I love you... Ella nota el pecho llenándose de aire hasta el límite para ser expulsado en una ráfaga de viento boreal.

            -It’s not like that. No es así –dice ella.

            Andrew está parado, alucinando.

            -What? –pregunta él.

            -Quérote –responde Natalia-. In Galician, you would say: Quérote…

            Andrew la mira intensamente, busca quimeras en sus ojos oscuros. Descansa la cabeza sobre el pecho de ella. Natalia inspira con fuerza una vez más. Ahí están: a lo lejos, oye los cánticos de las gaviotas.

 

 

*

 

 

            >> Recién entrada la primavera ya no tengo necesidad de escribirte en las horas muertas de las clases. Lo poco que pensaba en ti se ha convertido en nada. Nuestras llamadas, de vez en cuando, ya no me dejan rota por las mañanas ahogándome los días en sueño vacío. Metí en un cofre todos estos folios garabateados con gritos para ti, canciones para ti, versos para ti, odios, amores, y ausencias para ti, papá. Ya no siento que esté lejos de casa: el hogar no es una tierra o un nombre que se pueda señalar en un mapa. Mi hogar cabe en el pecho de un hombre o de una mujer, en el diámetro que forman mis brazos al envolver a alguien. Tengo casa otra vez, tengo vida en un rayo de luz de los ojos de Andrew. No importa ya que dejaras de llevarme al mar, o que me enviaras a este interior flanqueado por montañas y fronteras que me son ajenas: por fin comprendí que la que no me dejaba vivir era yo misma. Porque te guardaba dentro, y te llevaba conmigo a todas partes. Y ahora comprendo que sólo tengo que liberarte, que dejarte ir sin ningún tipo de dolor umbilical. Lo que no lograron los kilómetros, lo logró el tacto purificador de Andrew. Sé que no te escandalizarían estas palabras, a ti no, que siempre fuiste el primero en poner sobre la mesa que éramos humanos antes que nada, que tú eras humano, el que más, que cometías errores. Y bien que los cometías. Decías que yo era tu reflejo, que por eso no me quería mirar al espejo, pero que no podía negarlo. Claro que somos las dos caras de una misma moneda: pero las caras pueden ser distintas. Yo soy tú, papá, claro que sí, pero todo retrato tiene su negativo. Ahora veo la luz con otros ojos, los que tú nunca pudiste adivinar.

            Los días ya no tienen tiempo que matar. El tiempo me matará a mí, algún día, pero no al revés. Pronto nos darán todas las notas, te las mandaré, sé que estarás orgulloso y que andarás por ahí estirado, pero las matrículas de honor son lo de menos. Tú lo sabes. Tú no estás derrotado, queridísimo papá, pero yo sé que he vencido. <<

 

 

*

 

 

            Llegan los últimos esfuerzos de julio por abrasar la mente de Natalia, que ahora mismo no puede ver más allá de la tarjeta de embarque que Andrew sostiene en la mano. No se miran a los ojos, como aquella primera vez que salieron a tomar algo los dos solos, el viernes siguiente de conocerse en el comedor de la facultad. Como aquella vez, no se miran por miedo a que el otro adivine lo que les está pasando. Andrew habla primero, tartamudea en una mezcla blasfema de castellano, inglés y gallego. Hace promesas –cómo le duelen esas promesas a Natalia-. Escribir, visitar, volver... Todos los verbos son iguales, piensa Natalia. Todos los aeropuertos huelen igual y todas las azafatas sonríen igual. La sonrisa les viene de serie. Natalia recuerda sus propios viajes, los vértigos inaguantables del estómago, no por las turbulencias del avión, si no por oír en la voz del Comandante aquello de faltan diez minutos para aterrizar en el aeropuerto de Santiago de Compostela, la visibilidad es buena y tenemos una temperatura agradable, y con eso venían los abrazos que no quería dar y verdades que contaría y que pasarían por mentiras, como las mentiras pasaban por verdad, ahora, mirando a Andrew, tan perdido, tan torpe como aquel día que le trajo el café derramado, sin saber una sola palabra de español, de gallego, de amor.

            Pero Natalia cede, aguardará a derrumbarse otro día menos caliente, quizás cuando llegue el otoño y el olor de los parques le hable irremediablemente de los brazos de Andrew.

            Abrazo rápido, beso desesperado pero sin pasión, herido de muerte, mecánico.

            Andrew se pierde en la cola de embarque, y Natalia retorna a la ciudad que ya parece saqueada por los bárbaros del norte. No habrá reconquistas posibles, y nadie vendrá a liberarla. Así que hace penitencia unas cuantas horas dando vueltas por las calles, pequeñas callejuelas que la llevan a pequeños recuerdos. Cuando conoció a Andrew redescubrió la ciudad, o la descubrió con él por primera vez, porque nunca se había parado a mirarla con atención. Hasta entonces había sido un depósito hostil de su adormecimiento. Pero al mostrarle al extranjero las pequeñas maravillas que ella había conocido por obligación, redescubrió con la mirada virgen de Andrew el sentido de las cosas, el valor de las piedras y los edificios, y sobre todo, llenó con experiencias los rincones de la ciudad, y cada bar, cada plaza tenía asociada una frase de Andrew, un beso, unas carcajadas, algún pensamiento compartido y paseos al atardecer de la mano y sin mediar palabra, diciéndose todo en silencio. Ahora, la ciudad era una herida. Volver a la habitación de la residencia era una herida: ver el despertador que él le regaló, los libros, las películas que compartieron, buscar en la cama la huella dejada por aquella espalda de jugador de baloncesto que tenía silueta de macizo galaico... Todo se volvió sangrante. La luz volvió a cambiar los significados, y Natalia volvió a machacarse en los días, ahogando llantos, reescribiendo cartas que nunca iban a ser enviadas a su destinatario.

            Un día, sin embargo, Natalia aborreció la tinta y la soledad y recogió todos los sobres, los folios, y las hojas arrancadas de libretas de clase y las almacenó en una caja, sin orden alguno, dejando que el caos dominase aquellos pensamientos vomitados día a día, todas las rabias que los años pasados en el colegio de las Calasancias no le dejaran gritar a la cara de nadie. Releyó uno por uno cada pedazo de papel, salvó incluso aquellos que aparecieron arrugados o medio rotos. Bañó en lágrimas algunos, tentó con fuego otros, pero al final no se atrevió a tirar nada y se rindió pasado el amanecer, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en la silla.

            Al día siguiente guardó la caja en un lugar poco visible y salió a la calle, sin rumbo fijo. Cuando se quiso dar cuenta estaba a las puertas de la facultad de medicina. Sin premeditarlo, entró y bajó directa a la cafetería. Pidió un café, lo derramó un poco, se sentó en la mesa en la que había conocido a Andrew y se quedó allí, varias horas, casi hasta que cerraron, mirando al vacío. No probó gota del café. Volvió a la residencia de noche. Encontró una postal en su correo: Manchester. Sí que era fea, joder, tan fea como Andrew le había dicho. Reconoció la letra de él en los garabatos apurados de la postal. I miss you, I miss you... bla, bla, bla.

            Lo primero que hizo al entrar en su habitación fue guardar la postal de Andrew en la caja de los papeles que contenían vocativos de “papá”. La enteró bien, para fundir la letra de médico de Andrew con la letra de médico de Natalia, y que fueran así incomprensibles las dos, juntas.

            Aquella noche durmió bastante mejor de lo que esperaba.

 

 

*

 

 

            >> Querido papá: ya sabes que vuelvo a casa por vacaciones dentro de unos días. Sin universidad, Pamplona se vuelve terriblemente aburrida después de San Fermín, aunque ya sabes que no me gustan mucho ese tipo de fiestas, como el carnaval. Tengo ganas de pasar agosto con vosotros. Galicia es más fácil de llevar en estas fechas, con el mar ahí al lado. Iré a la playa mucho, si me dejas tu coche: es que el agua de aquí es malísima y se me pone la piel fatal. La abuela siempre decía que lo mejor para curar la piel era unos buenos baños en el mar. Ella sí que sabía, y no le hizo falta estudiar medicina. En fin, que por aquí todo bien, ya te llamaré para confirmar la hora del vuelo. A Santiago, acuérdate. Me hacía ilusión mandarte una carta, no sé por qué la gente ya no escribe cartas. Te adjunto mis notas, que ya sé que te hace ilusión verlas en papel... Besos para todos. Nos vemos pronto.<<

 

 

 

            Natalia terminó la carta para su padre y miró por la ventana. A punto estaba de caer el sol. En Inglaterra ya sería de noche hacía unas horas. Andrew no estaría disfrutando de la misma luz que ella. Natalia releyó la carta, le pareció adecuada, firmó, la metió en un sobre. Cogió unas cuantas monedas de un bote y  se las metió en el bolsillo del pantalón vaquero, que con el sudor de aquel calor de bochorno se le pegaba a la piel y hacía que le picase todavía más. Al abrir la puerta de la habitación para salir a la calle se encontró un obstáculo: la caja. Se arrodilló sobre ella y revolvió todos aquellos papeles inconclusos. No buscaba nada, sabía que por ahí, en el fondo, estaría la postal de Manchester de Andrew. Y todas aquellas frases, qué aburrimiento, aquellos papás, y esto, y lo otro. Miró la carta que tenía en la mano, aquella que sí tenía una función y que llegaría a un destinatario. Se le pasó un pensamiento endeble por la cabeza. Lo desechó.

            Salió fuera, recorrió varias calles y llegó a la oficina de correos. Pagó los apenas treinta céntimos de la carta que llevaba la dirección de su padre, volvió a la residencia. Se sentó en el escritorio, se quedó un rato contemplando el atardecer.

Después, cogió un folio en blanco, agarró la pluma, y se dispuso a escribir una carta para Andrew.

 


 

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