quarta-feira, 20 de fevereiro de 2008

O pesadelo

Nos quedamos parados mirando el mismo rayazo sobre uno de los pupitres. Estamos esperando a que venga alguien. Él bebe del vaso de plástico que nunca se sabe si contiene té o whisky, y no dice nada. Al cabo de un rato, me mira, hace una mueca, dice:
-Ni se te ocurra tomarme como ejemplo. ¿Me oyes? Nunca. Soy mucho mejor entre estas cuatro paredes de lo que jamás he sido ni seré fuera. Así que yo no sirvo. Busca otros estandartes.
Yo asiento, cómo no. Miramos el reloj, se encoge de hombros, y salimos del aula. Va a ser otra clase no impartida. No puede haber lección si al maestro le falta el aprendiz.
Me hace un gesto con la mano a modo de adiós antes de meterse en el parking de profesores. Yo me pongo la capucha de la cazadora, me echo la mochila sobre el hombro derecho y me voy a casa. Hoy maldigo mis queridas zapatillas amarillas, porque los adoquines mojados las hacen resbalar demasiado, así que tengo que dar pasitos cortos e intrépidos para evitar una caída de culo que mañana sea la comidilla en los pasillos. Aunque casi no hay nadie en la entrada. Un grupo de tres o cuatro allí, uno que espera a que para la lluvia allá.
A lo lejos, en el parque, atisbo las sombras de compañeros de clase que estarán fumando los primeros porros alrededor del viejo quiosco que ya no tiene chucherías ni dueño.
Ya no llueve como esta mañana, ahora sólo cae un orballo fino y hace un frío muerto que se cala hasta los huesos. Cuando llego a casa en un día como este, me detengo unos segundos en el umbral de la puerta, sólo para ser más consciente de la humedad de la calle, y así recibir mejor el calor y el olor de mi casa.
Mamá está haciendo punto de cruz cuando llego. El mismo rap de todos los días, sin ningún orden en particular: Estás como un pito / Quítate esa ropa mojada / Ven a merendar algo / ¿Tienes muchos deberes? / Mañana va a recogerte papá / Acuérdate de echar la ropa a la lavadora / ¿Qué comiste hoy? / ¿Tienes sueño? / ¿Qué tal la clase de literatura? / ¿Viste a tu hermano en el recreo? / Ven, dame un beso.
Enciendo el ordenador, miro por la ventana. Mi hermano pequeño juega a la Play. Mi padre llega tarde, y para cuando lo hace los huevos fritos necesitan una vuelta en el microondas. Mis padres hablan de política durante la cena. Yo vigilo que mi hermano se lo coma todo.
Después de cenar vuelvo al ordenador y empiezo a garabatear los primeros pasos de una historia. Decido que comenzarán con las palabras que él me ha dicho. Me atrevo, incluso, a hablar de él sin que sea él. El protagonista será profesor, como él, y entablará amistad con una alumna rara, como yo. No sé a dónde me va a llevar, pero no puedo negar el impulso. Cuando llevo casi dos horas y media escribiendo sin parar, mi madre viene a las doce y diez, a regañarme por tener el ordenador encendido. Le hago caso, lo apago, aunque en mi cabeza revolotean aún las palabras y no puedo evitar la urgencia de anotar varias frases en la libreta que descansa en mi mesilla, antes de que el sueño me las robe para siempre. Me duermo rápido, pero excitada y deseosa de concluir el relato.

A las tres de la mañana me despierta un golpe, un escalofrío o un revoltijo en el estómago. Corro al cuarto de baño, vomito en el retrete, llamo a mi madre cuando los espasmos amainan, pero parece que mi voz no la despierta. No viene nadie. Me levanto, enciendo la luz. Me miro en el espejo. De repente tengo veintitrés años. Sé a ciencia cierta que no terminé ninguna carrera y que trabajo de cajera en un supermercado. Sé que no me depilo las cejas, ni llamo por teléfono a mis padres. Ahora sólo querría volver a dormir, pero no encuentro la fuerza para arrastrarme hasta la cama.

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